El mal del mejor amigo

11 Diciembre 2011

Caminando un día con mi pareja por una avenida muy transitada del centro de la ciudad le dije “vieja, yo tenía el mal del mejor amigo: siempre me terminaban gustando mis mejores amigas”. Por Diego Vrsalovic Huenumilla.

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Caminando un día con mi pareja por una avenida muy transitada del centro de la ciudad le dije “vieja, yo tenía el mal del mejor amigo: siempre me terminaban gustando mis mejores amigas”. Acto seguido, le digo que al ver varias historias más me di cuenta que no era el único. Varios más tenían esa “enfermedad”.

Todos tenemos categorías para clasificar a nuestros amigos, esa familia que escogemos y que nos acompaña siempre. La cambiamos según la afinidad, los intereses, los gustos, las ideas. Nos mantenemos con ellos porque nos sentimos cómodos y podemos confiar cuando los necesitemos. Así como están los conocidos, también están nuestros mejores amigos.

Hoy quiero ilustrar lo que les digo desde el punto de vista del hombre.

El macho como sujeto social se murió. Durante siglos, para afirmar una figura de poder que regía los destinos del mundo se creó la imagen de hombre fornido (incluso lleno de esteroides), sabio hasta que ya no le puedas preguntar más, exitoso en el trabajo, con muchas mujeres, un maestro en la cama, con una herramienta del porte del mástil de la bandera del bicentenario. En fin, el hombre perfecto.

A las mujeres les pasa que, el ideal al que deben llegar, es más público y por eso existen tantos productos que le ayudan. Sin embargo, al hombre le sucede (y muy a menudo) lo mismo que a ellas: igual nos vemos presionados de una forma más bruta a alcanzar ese ideal. El que no es así se pudrió en las aguas de la vergüenza y la marginación.

Cuesta mucho entender que es la sociedad la que presiona a alcanzar esas metas y otorga todo para que nosotros seamos así (con una tremenda barrera económica). Para poder entender que debemos aceptarnos tal cual somos pasan años. Después de muchos llantos y risas recién podemos reconocer que no importa si no somos perfectos, que somos hermosos así como estamos.

¿Y qué tiene que ver esto con el mal del mejor amigo, me dirán? Harto.

Porque en ese proceso de aceptación e inseguridades escogemos a nuestro prototipo de “mujer ideal”, esa que encarna todos los valores, virtudes y defectos que esperamos de una pareja. Ella es la que está siempre con nosotros, la que se ríe de nuestros chistes, la que es nuestro paño de lágrimas (la que, sin querer serlo, es cruel porque nos cuenta cómo le ha ido con la persona que le gusta y lo enamorada que está de él). En suma: es una relación de pareja sin sentimientos (al menos de ella).

Y nosotros, los muy tontos, cambiamos a veces casi por completo: nos vestimos diferente, las invitamos a mil partes, las llenamos con palabras bonitas (y un montón de indirectas) pero nada. Y ella se sigue fijando en el bruto que le llena el pensamiento. El problema es cuando les resulta, se van y nos dejan de un día para otro. Es decir, nos usaron mientras les servíamos y después “si te he visto, no me acuerdo”.

Pasa un tiempo sin vernos y después, de la nada, nos volvemos a encontrar. Muchas veces nos reprochamos todo lo que nos hicimos y volvemos a ser amigos como siempre. El problema de muchos hombres (en parte porque como no cumplimos con ese ideal nadie nos pesca) es que vemos en ellas el llenar ese vacío de no tener pareja y de que no nos quieran como tal. Responde a solucionar esa carencia afectiva que es fundamental y que todos necesitamos. Si nos fijamos en la mejor amiga, también, es porque no sabemos diferenciar los afectos (principalmente porque no nos enseñan), y ese cariño que nos brindan no es que les gustemos sino que lo demuestran de otra manera.

También pasa porque no sabemos conversar.

Y no me digan que no les ha pasado porque más de alguna vez les ha tocado vivirlo. Esta vez lo importante no es solucionarlo sino que darnos cuenta que simplemente nos pasa y es parte de la vida, porque ello también nos posibilita saber cómo somos y cómo actuamos en ciertas situaciones. Pero, lo más importante, es darnos cuenta de qué nos pasa, cómo nos pasa y cómo podemos solucionarlo.

Y felicito a los pocos que les resulta. Porque, díganme si no, pucha que cuesta que pase.